Entre aquellos parajes tórridos del veldt, tan hostiles y hormigueantes de toda vida, nuestros Antepasados apenas subsistían. Desaparecerían de toda desaparición en el último bocado de alguna hiena o de los buitres.
Una noche febril, el Joven abandonó la oscura cueva donde descansaban una treintena de hombres mono de todas las edades, todos inanes y desahuciados desde el mismo instante en que vieron la luz. Allí no se vivía; se duraba...
El Joven salió a caminar sólo y en la noche. Nadie de su grupo había hecho esto jamás. Aquella cueva escarpada y algo escondida era todo el refugio que podían procurarse. Las noches eran de otros, pero muy particularmente las noches eran del tigre.
Las tripas lo abrasaban de terrores ancestrales. Sus pasos lo llevaron al inmenso espejo de agua, destino obligado de cada salida de la tribu. Era bien entrada la noche y el lago estaba allí.
Ya en la orilla, sintió un escozor pero se controló. A su manera comprendió que no se trataba de un final ni de un comienzo. Se trataba de una cita. Allí mismo lo estaba aguardando la redonda y fulgurante cara de la Luna.
No fue sino un afán visceral por poseerla lo que lo llevó a adentrarse en aquellas oscuridades. A poco que avanzó, sus pies torpes sobre el limo de la orilla lo traicionaron, dejándolo totalmente sumergido. Un paralizante terror ancestral lo retuvo bajo las aguas durante algunos segundos. Pero sus desesperadas bocanadas y sus fuertes brazos y piernas y el instinto invencible tan ancestral como el terror, lo devolvieron a la seguridad de la orilla.
Aliviado y repuesto, comprobó que la Luna aún seguía allí. Firmemente plantado, retomó el asunto que lo convocaba. Volteó y buscó hasta que su mirada lo transportó hacia una rama gruesa y suficientemente larga. Tomó aquella pértiga, la probó dos y tres veces contra una roca y satisfecho con el resultado volvió a adentrarse al lago con todos los recaudos del caso. Lo hizo bien.
Intentó atraerla con un movimiento envolvente de su brazo; luego intentó abrazarla extendiendo ambos brazos, encerrándola como haciendo candado con la pértiga (después de todo, aquellas profundidades lacustres no eran tan profundas). Pero la Luna se le volvía oblonga y luego se diseminaba por sobre la superficie resistiéndose una y otra vez; se le resistió todas las veces. La golpeó fieramente con la rama, aguardó unos instantes, volvió a golpearla, y dio por concluida la tarea.
Sus ojos vieron cómo la diosa se contorsionaba indiferente a su esfuerzo y a la pértiga. No eran aún los tiempos para poseerla. Pero eran tiempos de apreciarla de cerca, todo lo cerca que fuera posible. Además, antes había que asegurar la subsistencia en la Tierra, asunto nada a la mano tampoco.
Ensimismado y perplejo, dejó que sus pasos lo devolvieran a la cueva. La Luna se había quedado triunfal en las aguas de aquel lago y, triunfal también desde lo alto, lo acompañó todo el camino de regreso muy satisfecha con la primera cita y con aquel Joven.
Aquella lección le llegó en forma de burla. Hay peores formas de aprender.
Ya en los últimos tramos del camino, otra imagen más urgente se adueñaría de sus cavilaciones; la del tigre merodeador de tantas jornadas. Pero no hubo noticias del tigre aquella noche. Quién sabe si lo de la Luna haya tenido algo que ver con todo esto.
Entró en la cueva, abrazó y tomó a una de las hembras, que no se resistió. Se durmió satisfecho. Toda una novedad.
Se despertó bastante avanzada la jornada. La tribu lo aguardaba para que encabezara el peregrinaje diario hacia el gigante espejo de agua. A nadie le llamó la atención que al descender el Joven de la escarpada entrada de la caverna, éste se detuviera y alzara el rostro hacia el cielo.
Su paso ahora llevaba alguna urgencia, una cierta determinación. A nadie tampoco pareció afectarle este cambio de ritmo en la marcha; además, no osarían retrasarse y quedarse por fuera del alcance del rabo de ojo del joven Guardián.
Llegaron, bebieron. Él se abstuvo de hacerlo; ahora esperaba encontrarse al Sol en aquellas aguas, de la misma manera en que se había encontrado con la Luna. Nada podía asegurarle que tal cosa sucediera pero él ahora abrigaba sus propias especulaciones. Algo tenía en mente y nada tenía esto que ver con el grupo. Su nueva postura de mirada que vé y de pértiga dispuesta eran un camino que invitaba a ser transitado.
A poco que hubo aguardado, y mientras el grupo forrajeaba entreverado con todo tipo de animales, se verificó el portento. El Sol lo aguardaba allí en el lago. Hizo su comprobación.
Esta vez no intentó nada. Verlo fue suficiente.
Si aquel lago podía atrapar a la Luna y además al Sol, bueno…él ya era el Señor del Lago.
Apenas bebió. Se sumó a la manada llevado por la necesidad de un contacto siempre vital y ahí mismo se puso a buscar raíces y bayas también.
(Sin poder saberlo de ninguna manera, aquel Joven trabajaba la masa que leudaría eones o eras más tarde; cierta masa que apenas vislumbramos en pesadillas o en visiones luminosas. El resto de la tribu trabajaba la masa con la que una inmensa mayoría fuimos hechos).
Camino de regreso y bastante distanciado del resto, se detuvo frente a un árbol muerto.
A poco de treparlo se enfrentó a una colmena hinchada de vida pululante. Se llevó a la boca la mano untada de bien espesa miel y sintió placer. Ya había acometido esta hazaña en otras ocasiones, pero jamás como Aquel que puede y toma sencillamente de lo que es suyo. Otro enorme hallazgo, que bien le valió la ponzoña de los habitantes de la colmena. El Señor del Lago era también Señor del Árbol.
Anochecía cuando llegaron a la cueva. Ya todos habían entrado. Todos menos el Joven. El gran ojo del lago, la pértiga y la Luna, el Sol, la miel… el tigre.
En la noche calurosa de un desierto africano, aquel Joven alcanzó en una ráfaga feliz, a ver su mirada en la mirada del tigre. Su Hijo ya vería otras cosas.
Patricio
“A la noche la hizo Dios, para que el Hombre la gane”. Atahualpa Yupanqui