’Mire que le quedan unos minutos nomás. ¿Por qué no sale y conversamos un rato?’.
F escuchaba como con todo el cuerpo. Se tomó un momento. Salir, sí, pero nada de conversar. Salir y caminar hacia el pueblo, o cruzar la ruta y enfilar por el lado de los maizales: eso podía ser.
Y eso fue. Simplemente se echó a correr siguiendo el trazado del surco. Corrió con el alma, como los chicos cuando juegan a las carreras. Esa línea imaginaria lo ensimismaba y lo estimulaba a la vez. Los tajos abiertos por las hojas y las mazorcas no contaban. Abría e inclinaba los brazos entintados y salpicantes a la vez que rugía. Era un avión de guerra en llamas. Zumo de vida.
El sol de mayo no alumbraba demasiado. Apenas tres o cuatro minutos corriendo así y ya sentía que las fuerzas se le desperdigaban entre aquellas espigas infinitas y odiosas. Tropezó de cansancio y así como se cayó, se quedó pensando en qué pensar. Pero no había nada qué pensar, así que recobrando el aliento y la voluntad, se puso a correr nuevamente a toda marcha. Ese empellón le había dado un borbotón de gasoil al tanque de combustible del avión, y ahora parecía que remontaba y que ya no lo paraba nadie. A la agitación le siguió algo parecido al miedo. Tropezó, rodó y cayó como un cascote. Y así se quedó un buen rato, densos minutos bajo un sol desconocido y entreverado a unas mazorcas absolutamente indiferentes. Las chalas y hojas ya no cortajeaban. Pero no era un cascote ni ése era lugar para él. Así que se puso de pie e hizo un último esfuerzo. Y de buenas a primeras, se le apareció el alambrado. Exhausto, se sostuvo contra el poste y algo repuesto, miró a ver qué se veía. Un ranchito, quizás una tapera. Enfiló hacia la puerta que abrió con determinación. Parecía abandonado el rancho, pero no era ése el caso. Se detuvo frente a un catre, donde un viejo dormía sobresaltado (pensó F ‘afiebrado’). Ya F había recompuesto el porte y la respiración. Se quedó así de pie frente al viejo durmiente mientras lo estudiaba detenidamente. No estaba seguro, pero había algo en ese viejo que...
Le entró a F un acceso de tos.
El Viejo abrió los ojos. Sería mediodía y se sentía agitado pero algo mejor. Se asomó a la ventana. Era tiempo de la cosecha y seguro lo llamarían. Se rio de aquella ocurrencia: eso ya no sucedía de hacía una punta de años. Salió del rancho. Lo de siempre: el viento, el sol, los pájaros y el bicherío. Y los maizales, ahí, cosechados ahora quién sabe por quién. Se fue a echar una meada acompañado por los perros. La bolsa con comida y tabaco que le dejaban los viernes estaba ahí, como siempre. ‘Hoy es viernes para alguien’, les dijo a los perros mientras se aliviaba frente al árbol. Ya ni le interesaba ni recordaba cómo era eso de la puntual bolsa de los viernes. Era un perro más después de todo.
De pronto, los maizales le trajeron inquietudes olvidadas mientras le caían encima unos rastrojos desparramados con el viento. Unos horneros construían a un costado del techo del rancho, del lado del desagüe, aprovechando el solcito que ayudaba lindo. Los miró un buen rato, y lo asoció con esas inquietudes de otros tiempos, tiempos de trabajos, de sinsabores y de amores. ‘Otros tiempos… el mismo sol, el mismo viento’, pensó satisfecho de su meada y de su filosofar.
Entró, se arrimó al brasero y se encendió el pucho del cigarro que le quedaba. Le pegó una buena mirada al interior del rancho. Casi vacío, como le gustaba. El brasero de toda la vida: un poco estufa, otro poco cocina, otro poco capillita ardiente, siempre encendido. Se detuvo en cada detalle y en cada rincón de la sala. Le nació una sonrisa cuando su mirada recaló en el insufrible inquilinato de arañas y de hormigas invencibles. Era la hora de hacer las paces. Y así, satisfecho, pitando a gusto, aliviado de toda urgencia, se volvió a dormir. Y parece que fue la última nomás.
Patricio
F escuchaba como con todo el cuerpo. Se tomó un momento. Salir, sí, pero nada de conversar. Salir y caminar hacia el pueblo, o cruzar la ruta y enfilar por el lado de los maizales: eso podía ser.
Y eso fue. Simplemente se echó a correr siguiendo el trazado del surco. Corrió con el alma, como los chicos cuando juegan a las carreras. Esa línea imaginaria lo ensimismaba y lo estimulaba a la vez. Los tajos abiertos por las hojas y las mazorcas no contaban. Abría e inclinaba los brazos entintados y salpicantes a la vez que rugía. Era un avión de guerra en llamas. Zumo de vida.
El sol de mayo no alumbraba demasiado. Apenas tres o cuatro minutos corriendo así y ya sentía que las fuerzas se le desperdigaban entre aquellas espigas infinitas y odiosas. Tropezó de cansancio y así como se cayó, se quedó pensando en qué pensar. Pero no había nada qué pensar, así que recobrando el aliento y la voluntad, se puso a correr nuevamente a toda marcha. Ese empellón le había dado un borbotón de gasoil al tanque de combustible del avión, y ahora parecía que remontaba y que ya no lo paraba nadie. A la agitación le siguió algo parecido al miedo. Tropezó, rodó y cayó como un cascote. Y así se quedó un buen rato, densos minutos bajo un sol desconocido y entreverado a unas mazorcas absolutamente indiferentes. Las chalas y hojas ya no cortajeaban. Pero no era un cascote ni ése era lugar para él. Así que se puso de pie e hizo un último esfuerzo. Y de buenas a primeras, se le apareció el alambrado. Exhausto, se sostuvo contra el poste y algo repuesto, miró a ver qué se veía. Un ranchito, quizás una tapera. Enfiló hacia la puerta que abrió con determinación. Parecía abandonado el rancho, pero no era ése el caso. Se detuvo frente a un catre, donde un viejo dormía sobresaltado (pensó F ‘afiebrado’). Ya F había recompuesto el porte y la respiración. Se quedó así de pie frente al viejo durmiente mientras lo estudiaba detenidamente. No estaba seguro, pero había algo en ese viejo que...
Le entró a F un acceso de tos.
El Viejo abrió los ojos. Sería mediodía y se sentía agitado pero algo mejor. Se asomó a la ventana. Era tiempo de la cosecha y seguro lo llamarían. Se rio de aquella ocurrencia: eso ya no sucedía de hacía una punta de años. Salió del rancho. Lo de siempre: el viento, el sol, los pájaros y el bicherío. Y los maizales, ahí, cosechados ahora quién sabe por quién. Se fue a echar una meada acompañado por los perros. La bolsa con comida y tabaco que le dejaban los viernes estaba ahí, como siempre. ‘Hoy es viernes para alguien’, les dijo a los perros mientras se aliviaba frente al árbol. Ya ni le interesaba ni recordaba cómo era eso de la puntual bolsa de los viernes. Era un perro más después de todo.
De pronto, los maizales le trajeron inquietudes olvidadas mientras le caían encima unos rastrojos desparramados con el viento. Unos horneros construían a un costado del techo del rancho, del lado del desagüe, aprovechando el solcito que ayudaba lindo. Los miró un buen rato, y lo asoció con esas inquietudes de otros tiempos, tiempos de trabajos, de sinsabores y de amores. ‘Otros tiempos… el mismo sol, el mismo viento’, pensó satisfecho de su meada y de su filosofar.
Entró, se arrimó al brasero y se encendió el pucho del cigarro que le quedaba. Le pegó una buena mirada al interior del rancho. Casi vacío, como le gustaba. El brasero de toda la vida: un poco estufa, otro poco cocina, otro poco capillita ardiente, siempre encendido. Se detuvo en cada detalle y en cada rincón de la sala. Le nació una sonrisa cuando su mirada recaló en el insufrible inquilinato de arañas y de hormigas invencibles. Era la hora de hacer las paces. Y así, satisfecho, pitando a gusto, aliviado de toda urgencia, se volvió a dormir. Y parece que fue la última nomás.
Patricio
(Gracias a istockphotos.com y a gauchoguacho.blogspot.com por las imágenes. Y a Darío por su inspiración y talento)